Cambia desde mañana el escenario político de la Argentina. Habrá un Gobierno debilitado que tendrá que ajustarse a una nueva realidad parlamentaria. El peronismo empezará, a su vez, a trabajar en la sucesión de los Kirchner. La oposición, en una carrera contra el tiempo.
A partir de hoy, casi con certeza, un sistema político empezará su larga despedida del poder. Ese sistema involucra a Néstor Kirchner y a su mujer, la presidenta Cristina Fernández. Las elecciones legislativas podrán marcar aquel epílogo aunque difícilmente dejen huellas firmes sobre las alternativas posibles de la inevitable sucesión.
Esa realidad estaría señalando dos cosas. Por un lado, resulta válido el interés sobre la cantidad de votos que cosecharán los candidatos. También las bancas en el Congreso que podrían ganar o perder el oficialismo y la oposición. Pero pareciera plantearse de nuevo un problema que la democracia reconquistada en 1983 no ha logrado solucionar en forma definitiva: el de la gobernabilidad.
No existe en la enunciación ningún sentido tremendista. Se trata, simplemente, de la incapacidad política e institucional de la Argentina para otorgarle estabilidad a sus procesos. Se trata de la inexistencia de alternancias normales. Ahora mismo el kirchnerismo está en su anochecer, pero ni siquiera amanece otro sistema.
Es cierto que al menear la gobernabilidad la memoria reciente conduce al derrumbe de Fernando de la Rúa. Pero refiere a un caso ubicado en un extremo.
Sin la necesidad de ese péndulo, la democracia ha manifestado anormalidades en casi toda su trayectoria. Raúl Alfonsín debió emigrar seis meses antes del poder en medio de un infierno. Carlos Menem gobernó hasta el día final, pero envuelto por una interna fiera con Eduardo Duhalde que, de alguna manera, también condicionó a la Alianza triunfante. El propio Duhalde se había impuesto dos años de emergencia en el poder y apenas redondeó dieciséis meses por el asesinato de manifestantes en la estación Avellaneda.
La actualidad no presenta, a priori, condiciones que permitan parangonarla con episodios del pasado. Menos aún con historias extremas. La caída de De la Rúa obedeció a una combinación de factores múltiples. Su sistema político se deshizo al primer año de gobierno. El plan de convertibilidad estaba agotado antes de la asunción. La economía carecía de otras respuestas. El mercado financiero mundial se cerró para la Argentina.
Los Kirchner tienen también complicaciones externas producto de empecinamientos políticos, a esta altura, incomprensibles. El mundo vive además una crisis estructural inédita. Pero la economía local goza de posibilidades de ser reencauzada y el matrimonio presidencial dispone de una porción sustancial de la maquinaria peronista para continuar gobernando.
Las elecciones legislativas de hoy modificarán el ecosistema político vigente. Pero bastaría que los Kirchner supieran amoldarse, como viejos dirigentes y militantes que son, a la nueva situación para continuar con la gestión. Será un tramo diferente al de los años precedentes aunque de ninguna manera inmanejable. Una de las tantas incertidumbres del día después consiste en conocer la capacidad de adaptación de los Kirchner.
Aquella duda tiene relación, en su raíz, con el concepto de la gobernabilidad. ¿Debió una elección legislativa convertirse casi en plebiscito? ¿Debió arriesgar el capital del propio Kirchner, del gobernador y de los intendentes de la principal provincia? ¿Debió refugiarse el matrimonio en una sola geografía casi despreciando todas las demás? ¿Debió exponer a tanto riesgo a la Presidenta? Esa idea drástica y temeraria de la política es la que fomenta en el imaginario colectivo el temor a un vacío.
Ese vacío pareciera acicateado además por la fragmentación del partido que está en el poder -el peronismo- y por la ostensible insolvencia del arco opositor que torna lejana todavía la existencia de una alternativa de recambio.
Todas esas debilidades asoman acentuadas en la Argentina cuando se explora el contexto regional. Uruguay realiza hoy mismo las elecciones primarias de los partidos para ungir a los presidenciables de octubre. Gobierna ahora ese país el Frente Amplio de Tabaré Vázquez, pero no es descartable que el poder pase a manos del Partido Blanco en el turno que viene. No hay incertidumbre, miedo ni drama.
Chile ya hizo las primarias hace un par de meses para suceder a Michelle Bachelet. El candidato de la Concertación gobernante desde 1990 es el ex presidente Eduardo Frei. Pero la derecha, encabezada por el empresario Sebastián Piñera, amenaza con desplazar en diciembre a la Concertación luego de haber purgado años de complicidad con el pinochetismo. Hay en Chile una acalorada disputa política, pero no reina ningún clima de imprevisibilidad.
Tal vez el mayor dilema lo tenga Brasil. El dilema de Brasil es, sin dudas, un problema para la región. Lula concluirá el año próximo su segundo mandato y no tiene derecho a otra reelección, salvo una forzada reforma constitucional que impulsa un sector del oficialismo. La hipotética sucesora de Lula es Dilma Rouseff, pero la dirigente, por razones personales y políticas, no ofrece todavía seguridades de victoria. Enfrente aguarda José Serra, del PSDB, gobernador de San Pablo y delfín del ex presidente Fernando Henrique Cardoso.
Los interrogantes de Serra no tendrían relación con el plano doméstico. Nadie atina a responder, en cambio, si sería capaz de sostener la proyección que Lula, luego de los mandatos de Cardoso, consiguió darle a Brasil en el mundo.
Esa proyección fue la que llevó a Barack Obama a reiterar la semana pasada que Brasil es el principal socio de Estados Unidos en la región. El presidente demócrata resaltó también la importancia de Chile cuando recibió a Bachelet en la Casa Blanca.
La Argentina no está en esa agenda en la que figuran, en escalones de distinta significación, Colombia y Uruguay. Hace rato que Cristina espera una cita con Obama -recibió por ahora mensajes escritos y telefónicos- y hace un buen tiempo que merodea la cabeza de Kirchner el proyecto de relanzar el vínculo con Estados Unidos. ¿El motivo? Lo apremian las exigencias financieras externas que llegarán después de la elección. Ese proyecto pareciera inoportuno y tardío. ¿Por qué tardío? Washington considera a la Argentina un país clave para la estabilidad de la región, pero tiene dudas insalvables sobre el rumbo político de los Kirchner. Y no cree que ese rumbo sufra cambios trascendentes en los años que le quedan al matrimonio. Una delegación empresaria que estuvo en Washington no logró arrancarle a ningún funcionario una definición clara sobre la relación con nuestro país. "Hay que esperar. La situación política es compleja", arriesgó un portavoz.
Esa línea ha sido marcada por funcionarios influyentes de la administración Obama. Uno de ellos es Dan Restrepo, asesor para Asuntos Interamericanos, de ascendencia colombiana. El embajador argentino en Washington, Héctor Timerman, apenas pudo hablar una vez con aquel hombre.
No les falta razón a los funcionarios estadounidenses cuando hablan de la complejidad y la incertidumbre argentina. No pueden entender -no lo entiende nadie- cómo un ex presidente que salió bien parado del poder pelea un año y medio después voto a voto con una oposición endeble, refugiado en el principal distrito electoral, para conseguir un poco de sobrevida política.
Esa sobrevida depende de los resultados, pero también de la actitud que asuma el peronismo. Daniel Scioli enarbola su proyecto presidencial. ¿Pactará con Kirchner ese proyecto o deberá enfrentarlo para conseguir imponerlo? Carlos Reutemann tiene idéntica intención y ya no la sujeta tanto a lo que ocurra hoy en Santa Fe, donde el socialismo de Hermes Binner pareció consumirle casi toda la ventaja electoral.
El senador supone que, al margen de lo que ocurra en Buenos Aires, Kirchner quedará en estado de extrema debilidad y que el peronismo requerirá figuras que recreen para el 2011 esperanzas en las enormes franjas de las clases medias que el kirchnerismo espantó. Reutemann está empujado por Juan Schiaretti, el gobernador de Córdoba, y por Jorge Busti, la cabeza del PJ de Entre Ríos. Esa entente posee otras ramificaciones en el interior. Tal vez no la del gobernador de Chubut, Mario Das Neves, que sería el primero en hacer pública su ambición presidencial después de mañana.
Mauricio Macri otea los movimientos de Reutemann porque su plan para el 2011 requiere de alguna tajada peronista. Pero otea además a Francisco De Narváez, el contendiente de Kirchner.
Su socio no oculta que la Casa Rosada le atrae, pero le dijo a Macri que la prioridad la tiene él. Ese pacto se cerró en la vigilia electoral.
La Argentina se asoma desde mañana a un escenario de acertijos políticos que, para nada, constituirán una distracción.
Sucederán ante una sociedad descreída y de mal talante, con una economía declinante y durante un tiempo prolongado. Más de dos años. Una eternidad.
A partir de hoy, casi con certeza, un sistema político empezará su larga despedida del poder. Ese sistema involucra a Néstor Kirchner y a su mujer, la presidenta Cristina Fernández. Las elecciones legislativas podrán marcar aquel epílogo aunque difícilmente dejen huellas firmes sobre las alternativas posibles de la inevitable sucesión.
Esa realidad estaría señalando dos cosas. Por un lado, resulta válido el interés sobre la cantidad de votos que cosecharán los candidatos. También las bancas en el Congreso que podrían ganar o perder el oficialismo y la oposición. Pero pareciera plantearse de nuevo un problema que la democracia reconquistada en 1983 no ha logrado solucionar en forma definitiva: el de la gobernabilidad.
No existe en la enunciación ningún sentido tremendista. Se trata, simplemente, de la incapacidad política e institucional de la Argentina para otorgarle estabilidad a sus procesos. Se trata de la inexistencia de alternancias normales. Ahora mismo el kirchnerismo está en su anochecer, pero ni siquiera amanece otro sistema.
Es cierto que al menear la gobernabilidad la memoria reciente conduce al derrumbe de Fernando de la Rúa. Pero refiere a un caso ubicado en un extremo.
Sin la necesidad de ese péndulo, la democracia ha manifestado anormalidades en casi toda su trayectoria. Raúl Alfonsín debió emigrar seis meses antes del poder en medio de un infierno. Carlos Menem gobernó hasta el día final, pero envuelto por una interna fiera con Eduardo Duhalde que, de alguna manera, también condicionó a la Alianza triunfante. El propio Duhalde se había impuesto dos años de emergencia en el poder y apenas redondeó dieciséis meses por el asesinato de manifestantes en la estación Avellaneda.
La actualidad no presenta, a priori, condiciones que permitan parangonarla con episodios del pasado. Menos aún con historias extremas. La caída de De la Rúa obedeció a una combinación de factores múltiples. Su sistema político se deshizo al primer año de gobierno. El plan de convertibilidad estaba agotado antes de la asunción. La economía carecía de otras respuestas. El mercado financiero mundial se cerró para la Argentina.
Los Kirchner tienen también complicaciones externas producto de empecinamientos políticos, a esta altura, incomprensibles. El mundo vive además una crisis estructural inédita. Pero la economía local goza de posibilidades de ser reencauzada y el matrimonio presidencial dispone de una porción sustancial de la maquinaria peronista para continuar gobernando.
Las elecciones legislativas de hoy modificarán el ecosistema político vigente. Pero bastaría que los Kirchner supieran amoldarse, como viejos dirigentes y militantes que son, a la nueva situación para continuar con la gestión. Será un tramo diferente al de los años precedentes aunque de ninguna manera inmanejable. Una de las tantas incertidumbres del día después consiste en conocer la capacidad de adaptación de los Kirchner.
Aquella duda tiene relación, en su raíz, con el concepto de la gobernabilidad. ¿Debió una elección legislativa convertirse casi en plebiscito? ¿Debió arriesgar el capital del propio Kirchner, del gobernador y de los intendentes de la principal provincia? ¿Debió refugiarse el matrimonio en una sola geografía casi despreciando todas las demás? ¿Debió exponer a tanto riesgo a la Presidenta? Esa idea drástica y temeraria de la política es la que fomenta en el imaginario colectivo el temor a un vacío.
Ese vacío pareciera acicateado además por la fragmentación del partido que está en el poder -el peronismo- y por la ostensible insolvencia del arco opositor que torna lejana todavía la existencia de una alternativa de recambio.
Todas esas debilidades asoman acentuadas en la Argentina cuando se explora el contexto regional. Uruguay realiza hoy mismo las elecciones primarias de los partidos para ungir a los presidenciables de octubre. Gobierna ahora ese país el Frente Amplio de Tabaré Vázquez, pero no es descartable que el poder pase a manos del Partido Blanco en el turno que viene. No hay incertidumbre, miedo ni drama.
Chile ya hizo las primarias hace un par de meses para suceder a Michelle Bachelet. El candidato de la Concertación gobernante desde 1990 es el ex presidente Eduardo Frei. Pero la derecha, encabezada por el empresario Sebastián Piñera, amenaza con desplazar en diciembre a la Concertación luego de haber purgado años de complicidad con el pinochetismo. Hay en Chile una acalorada disputa política, pero no reina ningún clima de imprevisibilidad.
Tal vez el mayor dilema lo tenga Brasil. El dilema de Brasil es, sin dudas, un problema para la región. Lula concluirá el año próximo su segundo mandato y no tiene derecho a otra reelección, salvo una forzada reforma constitucional que impulsa un sector del oficialismo. La hipotética sucesora de Lula es Dilma Rouseff, pero la dirigente, por razones personales y políticas, no ofrece todavía seguridades de victoria. Enfrente aguarda José Serra, del PSDB, gobernador de San Pablo y delfín del ex presidente Fernando Henrique Cardoso.
Los interrogantes de Serra no tendrían relación con el plano doméstico. Nadie atina a responder, en cambio, si sería capaz de sostener la proyección que Lula, luego de los mandatos de Cardoso, consiguió darle a Brasil en el mundo.
Esa proyección fue la que llevó a Barack Obama a reiterar la semana pasada que Brasil es el principal socio de Estados Unidos en la región. El presidente demócrata resaltó también la importancia de Chile cuando recibió a Bachelet en la Casa Blanca.
La Argentina no está en esa agenda en la que figuran, en escalones de distinta significación, Colombia y Uruguay. Hace rato que Cristina espera una cita con Obama -recibió por ahora mensajes escritos y telefónicos- y hace un buen tiempo que merodea la cabeza de Kirchner el proyecto de relanzar el vínculo con Estados Unidos. ¿El motivo? Lo apremian las exigencias financieras externas que llegarán después de la elección. Ese proyecto pareciera inoportuno y tardío. ¿Por qué tardío? Washington considera a la Argentina un país clave para la estabilidad de la región, pero tiene dudas insalvables sobre el rumbo político de los Kirchner. Y no cree que ese rumbo sufra cambios trascendentes en los años que le quedan al matrimonio. Una delegación empresaria que estuvo en Washington no logró arrancarle a ningún funcionario una definición clara sobre la relación con nuestro país. "Hay que esperar. La situación política es compleja", arriesgó un portavoz.
Esa línea ha sido marcada por funcionarios influyentes de la administración Obama. Uno de ellos es Dan Restrepo, asesor para Asuntos Interamericanos, de ascendencia colombiana. El embajador argentino en Washington, Héctor Timerman, apenas pudo hablar una vez con aquel hombre.
No les falta razón a los funcionarios estadounidenses cuando hablan de la complejidad y la incertidumbre argentina. No pueden entender -no lo entiende nadie- cómo un ex presidente que salió bien parado del poder pelea un año y medio después voto a voto con una oposición endeble, refugiado en el principal distrito electoral, para conseguir un poco de sobrevida política.
Esa sobrevida depende de los resultados, pero también de la actitud que asuma el peronismo. Daniel Scioli enarbola su proyecto presidencial. ¿Pactará con Kirchner ese proyecto o deberá enfrentarlo para conseguir imponerlo? Carlos Reutemann tiene idéntica intención y ya no la sujeta tanto a lo que ocurra hoy en Santa Fe, donde el socialismo de Hermes Binner pareció consumirle casi toda la ventaja electoral.
El senador supone que, al margen de lo que ocurra en Buenos Aires, Kirchner quedará en estado de extrema debilidad y que el peronismo requerirá figuras que recreen para el 2011 esperanzas en las enormes franjas de las clases medias que el kirchnerismo espantó. Reutemann está empujado por Juan Schiaretti, el gobernador de Córdoba, y por Jorge Busti, la cabeza del PJ de Entre Ríos. Esa entente posee otras ramificaciones en el interior. Tal vez no la del gobernador de Chubut, Mario Das Neves, que sería el primero en hacer pública su ambición presidencial después de mañana.
Mauricio Macri otea los movimientos de Reutemann porque su plan para el 2011 requiere de alguna tajada peronista. Pero otea además a Francisco De Narváez, el contendiente de Kirchner.
Su socio no oculta que la Casa Rosada le atrae, pero le dijo a Macri que la prioridad la tiene él. Ese pacto se cerró en la vigilia electoral.
La Argentina se asoma desde mañana a un escenario de acertijos políticos que, para nada, constituirán una distracción.
Sucederán ante una sociedad descreída y de mal talante, con una economía declinante y durante un tiempo prolongado. Más de dos años. Una eternidad.